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Cómo un médico se convirtió en mártir del lavado de manos

El doctor húngaro Ignaz Semmelweis descubrió en el siglo XIX que este simple gesto salvaba vidas. Pero fue un incomprendido y terminó pobre y deprimido en un manicomio. Hoy el mundo entero lo recuerda.

   Este hábito -que hoy conmemora su Día Mundial- no siempre fue bien aceptado. Hasta tuvo sus héroes incomprendidos, como es el caso del doctor Ignaz Semmelweis, quien tras constatar que podía salvar las vidas de las mujeres durante el parto, fue motivo de burlas y del rechazo de parte de la comunidad médica. Sufrió el ostracismo para, finalmente, morir en un manicomio debido – ¡vaya paradoja!- a una infección.

Ignaz Phillip Semmelweis, el salvador de las madres
El médico húngaro Ignaz Semmelweis.

   La higiene de manos (ni qué decir del resto del cuerpo) no siempre fue prioridad, aunque desde tiempos remotos el sentido común adivinó una relación entre una vida armoniosa y el aseo.

   Hipócrates en la antigua Grecia, difundió la idea de que “la salud se mantiene a través de la dieta y la higiene». De la Edad Media tenemos una imagen insalubre, pero aún así muchos aldeanos ya habían incorporado la costumbre de lavar sus manos antes y después de comer (no existía cubierto por entonces) para sacar tanto los desperdicios obvios de la alimentación, como la escoria del propio cuerpo acumulada entre dedos y uñas.  

File:San Zulian (Venice) - Statue of Thomas Rangone by Jacopo Sansovino.jpg  - Wikipedia
Monumento a Tommaso Rangone en la fachada de San Giuliano, Venecia.

   En el Renacimiento, el médico italiano Tommaso Rangone pensaba que la suciedad podía transmitir enfermedades, aunque se trataba más bien de patologías dermatológicas asociadas a plagas de la época, cuando parásitos como la sarna desesperaban a sus huéspedes. Por entonces, no era tan obvio que otra clase de males infecciosos podían viajar a través de unas manos mal lavadas: se desconocía la existencia de los microorganismos (no existían microscopios), y los científicos no se ponían de acuerdo si acaso eran los humores propios del enfermo o los gases tóxicos que viajaban por el aire (miasmas) los responsables de tantas desgracias.

Es difícil hoy imaginar un mundo donde las bacterias, virus y otros patógenos no eran parte de la vida y, en su lugar, sólo se diera crédito a pulgas, ratas y otros animalejos fácilmente detectables. Pues bien, esta confusión no ayudó durante largos años a convertir la higiene en una prioridad, ni para los médicos ni para la población general.

Temizu, el ritual de purificación en los santuarios - Mirando hacia Japón
El Temizu -o ablución de manos y bocas- es un ritual milenario de limpieza en Japón.

   En el Oriente la situación era algo distinta, y no precisamente porque contaran con lentes que pusieran en evidencia la presencia de gérmenes invisibles a la vista humana.

El sintoísmo -religión nativa de Japón- concebía ya palabras como “kegare” que significa impureza o suciedad, y que cubre un espectro muy amplio que va desde una pelusa hasta la mismísima muerte. Es un tabú.

En el imperio del Sol Naciente la limpieza triunfó entonces por un conflicto entre los buenos y los malos espíritus (estos últimos los podía transmitir un aliento sucio y por eso los japoneses fueron pioneros en el uso de la mascarilla). Por ejemplo, antes de ingresar a un santuario sintoísta, los fieles deben enjuagar boca y manos en el agua fresca que fluye desde de una piedra. Es la ceremonia de Temizu o ablución de boca y manos.

   Pero regresemos a Occidente y a un apasionado doctor Semmelweis que atendía en el Hospital General de Viena y veía con impotencia la alta mortalidad entre las mujeres que llegaban a parir al lugar.

Por esos años, las fiebres puerperales provocaban hasta un 30% de mortalidad en los hospitales, cifra que se reducía a un 15 y hasta 10% si el parto era atendido en casa. Esto último, claro, era más propio de las clases acomodadas.

   El médico húngaro quería dar con una explicación al fenómeno. Estaba atento a todo. Fue así como no pasó para él inadvertido que el ala de la maternidad atendida por comadronas tenía hasta tres veces menos mortandad que donde ejercían médicos y estudiantes de la carrera. Estos últimos pasaban directamente de realizar autopsias a asistir partos, por supuesto, sin siquiera pasar un trapo por sus desaseadas manos. No era raro que restos de sangre y otros desperdicios propios de las disecciones fueran trasladados desde los cadáveres a los cuerpos de las mujeres.

   Semmelweis tenía ya una pista. Antes también especuló con que las mujeres podrían reaccionar mal -fiebre nerviosa- al ser atendida por sus congéneres masculinos, y hasta hizo la prueba de “correr” del lugar al sacerdote que cruzaba los pasillos del hospital tocando una campana cada vez que moría una paciente tras tener a su hijo. ¿No debilitaría acaso ese sonido macabro a quienes se aprestaban a parir?, pensó el obstetra húngaro.

   Pero estas explicaciones no lo convencieron -después de todo, era un científico- y la pieza clave para completar su puzle llegó en 1847 cuando un colega murió tras herirse mientras realizaba una autopsia: los síntomas eran los mismos que los de las mujeres que sufrían de fiebre puerperal. Podría ser -pensó otra vez- que “partículas cadavéricas” fueran transportadas en ropas y manos, y causaran los estragos que le quitaban el sueño.

  Puso entonces a sus alumnos a lavar las manos con una solución de hipoclorito de calcio antes de ingresar a atender al área de maternidad. Los resultados fueron sorprendentes: si en abril de 1847 la mortalidad ascendía a 18,3%, en mayo bajó estrepitosamente al 2%.

  Por desgracia, los éxitos estadísticos y -lo más importante- las vidas de madres salvadas, no significaron que de inmediato el gremio médico abrazara sus ideas. En parte esto se debió al carácter complejo del propio obstetra húngaro, quien tomó su descubrimiento como una cruzada y no tuvo problemas en llamar “asesinos” a la vieja guardia que miraba con desconfianza su técnica de higienización. Si nos situamos en el siglo XIX, la obstetricia era una especialidad menospreciada por una profesión ejercida en un ambiente machista, donde los partos eran considerados “asuntos de mujeres y comadronas”. Además, indirectamente estaba acusando a las eminencias de provocar los decesos de quienes acudían a tener sus hijos, y eso era algo que los viejos médicos no estaban dispuestos a aceptar.

   Tampoco el apoyo que Ignaz Semmelweis encontró entre sus alumnos y los internos más jóvenes fue suficiente. Terminó expulsado del Hospital de Viena.

Monumento al médico Ignaz Semmelweis en Budapest, el cual representa a... |  Download Scientific Diagram
Monumento en honor a Semmelweis en Budapest. El médico aparece rodeado de una madre y recién nacidos, como símbolo de las vidas que salvó.

   Retornó a Hungría a un hospital menor. El insistió en su defensa de la asepsia de manos y, al parecer, su sana obsesión sumada a un temperamento difícil y a una depresión que lo llevó a comportamientos extravagantes, terminaron con él en un hospital psiquiátrico.

   Quienes han querido dar un aura más romántica a la biografía de Ignaz, anotan su muerte como el resultado de un intento desesperado por dejar una prueba irrefutable de su teoría: se habría inyectado él mismo “partículas cadavéricas” para morir, tal como las parturientas del hospital de Viena, debido a una septicemia.

   La otra versión -más pedestre- atribuye su fallecimiento a las consecuencias de una paliza dada por los guardias del manicomio, en un intento del médico por huir del lugar donde fue llevado -por cierto- bajo engaños. Lo golpearon, le pusieron una camisa de fuerza y lo confinaron en una celda oscura. Dos semanas después había muerto por una gangrena que partió en sus manos.

  Otros colegas, como el médico y poeta estadounidense Oliver Wendell Holmes, también habían predicado la misma técnica, pero no convirtieron el aseo en una pasión, como fue el caso de su par europeo que, con justicia, es considerado hoy el padre del lavado de manos.

Sólo 20 años después de las peripecias de Semmelweis el alemán Robert Koch (padre de la microbiología moderna) pondría fin al misterio del miasma y del contagium, y por fin la visión del húngaro se entendería en toda su magnitud.

   Más allá de cuál es la historia real -y cuán mártir de la medicina llegó a ser- lo indesmentible es que las ideas del doctor Semmelweis son hoy la piedra angular de la higiene -tanto de los médicos como de la población en general- que sigue salvando millones vidas en todo el mundo. Especialmente cuando una pandemia azota, otra vez, a la humanidad, y el humilde gesto de lavar las manos puede hacer la diferencia.

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